martes, febrero 12, 2008

Soles de invierno - I




Había ido tras el rastro de hojas a lo largo de la calle, esquivando los pasos de la mujer que iba frente a él. Metió las manos al abrigo buscando un cigarrillo que nunca encontró. Del otro lado del río una pareja se besaba mientras temblaban de frío o de emoción. Respiró hondo, se resignó a entrar al primer café de la esquina y comprar una cajetilla.

Su ánimo no se encendió con el primer cigarrillo ni tampoco con el último. Miró hacia el Pont Neuf, ya era mediodía. Esperó sin esperar realmente, sabía que nadie vendría, mucho menos ella. Aquel sol de invierno entonces se alzó sobre los edificios iluminados más allá de la Tour Eiffel y su blanco espeso se pareció a las alas de aquellos pájaros que miró deslizarse sobre el agua del aire, cuando su madre lo llevó a ver por primera vez el mar.

Pensó rápidamente en todo el tiempo que había pasado en París, el bar donde tal vez perdió el pasaporte, la vecina franco-germana de dos pisos abajo que lo invitaba a su piso cada que lo veía a tomar el té, los amores inventados en Pigalle. Se meció los cabellos intentando hallar una respuesta. Sin desearlo realmente, más por azar que por necesidad, recordó algunos viejos amores que cayeron en su vida por coincidencia o por esmero. Giró su rostro hacia Notre Dame, algunos niños jugaban corriendo tras de sí, sin esquivar pasos, sin huir más que de sus risas y sus juegos. Me estoy haciendo viejo, pensó. No, no era eso. En aquel momento que creía que serían las canas o el recuerdo del mar que sintió por primera vez, no pensó jamás en esa mujer que esperaba sin esperar. Aquella que -irremisiblemente- había vuelto a amar y a desamar, aquella que volvía a él con los soles de invierno.

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