lunes, febrero 25, 2008

Dueto

Como ciegos árboles
nos recorremos aun en las cenizas,
respiramos los sonidos de la carne,
besamos su aire a fatiga,
y andamos lentos en sus frutos,
mordemos sin dientes su plácida desmesura.

Pero miraste mi carne
y no te atrevías porque la sabías navaja.

Por eso bordaste cuerpo a cuerpo,
-como iluminada espuma-
el blando metal que persigo prisionero
hasta hallar a quemarropa tus senos,
mudos cómplices sin pies ni manos
bendecidos en su geografía,
y ya busco como una memoria
gimiendo al relámpago en su derrumbe.

Y miro tu carne en suspenso,
aventurero entre arcilla y barro.

Estamos expuestos a la mirada
que no tiene ya palabras,
al tacto imán que ha escrito
nuestras voces sobre la agonía,
a los cuerpos desprendidos
que han encontrado el pan
tras agotar el laberinto.

Miramos nuestra carne ciega,
todavía dudando, esperando
su suicidio bajo la ropa,
aun su gemido desarmado
recurre al alba
para llamarnos con su lenguaje
de redes y trampas de carne
en conjunto solitario.

viernes, febrero 22, 2008

Está todo entendido, belle

Escucho los discos viejos que no fueron nuestros,
hallo tu exilio involuntario, la maleta sin tu ropa,
guardo entre los libros las postales que nunca enviaste,
ahí sigue despatriada tu imagen sin boleto de vuelta.

A mi lado una guitarra ha estado ciega desde que te fuiste,
me quedé sin pies para llamarte; a veces soy el espacio que dejaste,
llagado aire que escurre entre los platos que odio acomodar,
así mi encono se abraza al peso de tu cuerpo todavía; a tu perfume,
a las madrugadas donde pasamos sin mirar atrás,
las noches incompletas, los paseos de tu mano, cuando buscabas
un cigarro y hallabas mis dedos tensos de buscar tus senos.

¿Recuerdas las caminatas nocturnas por Garibaldi?,
así sonaba mi arrebato, como esa plaza,
roto por fuera y encendido por dentro,
sonoro y oscuro; ahí empezaron tus palabras a perderse,
detrás de cada estatua, en la sonrisa de los borrachos,
algunas revueltas entre nuestras manos como palomas,
otras más bajo los parques de tu cuerpo, las arrancadas de mi sexo
porque no fueron mías, las del exilio, las que traicionaron
al desconocido que nunca tuvo culpa de mi asedio.

Ahora sé que debí acompañarte a Coyoacán, porque tu tiempo
estuvo desgranándose siempre; debimos buscar juntos
aquellas cartas que a mí no me enviarás con sol y nieve,
por eso ahora te echo de menos,
es lo único que me queda en reserva de hoy en adelante,
ya no hay excusas para esperarnos, falsos rencores que se fueron
como un otoño que pasó.

Estoy de tu lado, miro tu playera blanca, tu silencio,
tu descalza ausencia, las madrugadas sin alba,
los brazos donde no dormí, el perfume que robé,
las fotografías donde me llamarás con otro nombre,
los versos que él jamás leerá, tu caja de Pandora,
las palabras que nunca te dirá, porque nosotros,
los que ya deseamos, hemos comprendido
lo que hablaron las manos, lo que han acariciado los ojos,
lo que se han dicho los cuerpos sin palabras.

Estoy esperando sin perseguir, cerca de tu calle, entre la gente,
-te has ido-
escucho el disco de música al que llamo el nuestro.

sábado, febrero 16, 2008

Correo

Ya sabía,
llegarías con el tiempo.

Veo tus fotografías,
cuento los días destronados.

Nunca quise ser tu amigo,
tampoco tú lo quisiste.

Hoy, sin razón,
comienzo a echarte de menos,
acusando con el corazón,
persiguiendo sin manos tus senos.

Echo de menos tu olor en la cocina,
el agua bajando por tus dedos,
el amor que nunca fue mío.

Te hablo desde mi ahora,
No sé qué decirte.

Palabras tengo muchas,
no sé cuáles son para ti.

jueves, febrero 14, 2008

Soles de invierno - II


Durante algunas noches pensó en llamarla. Las calles que habían descubierto juntos ahora parecían desconocerlo. Encendió otro cigarillo, se dirigió a la terraza de un café cerca de Notre Dame y pidió un café. La mesera, una chica de veinte años que la noche anterior lo había visto pasar le atendió con familiaridad. Su cabello rubio recogido le hizo pensar en algunas otras mujeres con las que había intimado, nada personal. Ordenó un café aunque nunca le gustó realmente el sabor ni el efecto, simplemente porque nunca le quitó el sueño y lo hacía ir a mear continuamente. Las calles estaban mojadas, había llovido toda la noche anterior lentamente, como si tuviera pereza ese cielo apretado. Miró pasar de largo a una mujer de cabello castaño que pasaría desapercibida a no ser por un detalle: cuando el débil sol pasó sus dedos sobre ella, su cabello pareció tener un efecto tornasol, tintes negros y rojos entre paso y paso.


La mesera volvió con el café que había ordenado, él lo tomó sin prestarle mucha atención. Su mirada se quedó prendida de aquella mujer que pasó. Fue entonces cuando volvió a tener veinte años, vistiendo un abrigo corto de invierno, zapatos negros algo deslavados y un corte de cabello corto. Era el fin del otoño, casi amanecía. Los días anteriores no había hecho frío y la noche en cada momento era más clara. De chamarra negra y botas altas pasó entonces junto a él. Se detuvo.


- Disculpa, ¿tendrás mechero?- preguntó ella a quemarropa.

- Sí, claro.- asintió él mientras metía una mano al bolsillo del abrigo.

- Me pareces conocido, ¿no eres tú el chico de intercambio que toma un curso de periodismo conmigo?


En esos instantes el día clareaba, el Arco de cuchilleros abrió sus ojos para ellos. Él sonrió tímidamente ante la pregunta de ella.


- Joder, ¿acaso el frío te jodió la lengua, tío?- insistió ella acorralándolo.

- Es que no he dormido- contestó torpemente.

- Y bien, ¿cuál es tu nombre?

- Emiliano Díaz... ¿Y el tuyo?


Ella dio una calada honda al cigarrillo sin quitarle la mirada de encima, hizo una pausa mientras tragaba el humo y se acercaba a él.


- Seila Berger- respondió sacando apenas un hilo de humo que parecía más un suspiro.


Punteaba el alba. Ella dio media vuelta alzando la mano en señal de despedida sin saber que esa misma mano tiempo después llamaría a la puerta de Emiliano, esa misma mano tomaría la de él por primera vez, esa misma mano sería con la que acariciara su sexo, y esa misma mano sería la que pondría el punto final definitivo. Bajó las escaleras de la Plaza Mayor y se detuvo ante el inicio de la calle de Arcos de cuchilleros, la vio encaminarse hacia la calle de Cava Baja mientras el sol le daba por la espalda. La miró fijamente mientras se alejaba, sin atreverse a decir una sola palabra, cuando notó el tornasol de sus cabellos: de un castaño oscuro como la noche en invierno hasta un rojo apagado que por poco llegaba al guinda.


Él se quedó estático, con las manos frías. La vio partir imperturbable y en silencio. La ciudad despertaba, de pronto la calle se llenó de niños que van al colegio, de madres que van pensando en un futuro probable o fatuo, hombres que durmieron con otra mujer, viejos que sacan a pasear recuerdos y afables artistas callejeros, y entre todos ellos un chico de inerme corazón apretado.


martes, febrero 12, 2008

Soles de invierno - I




Había ido tras el rastro de hojas a lo largo de la calle, esquivando los pasos de la mujer que iba frente a él. Metió las manos al abrigo buscando un cigarrillo que nunca encontró. Del otro lado del río una pareja se besaba mientras temblaban de frío o de emoción. Respiró hondo, se resignó a entrar al primer café de la esquina y comprar una cajetilla.

Su ánimo no se encendió con el primer cigarrillo ni tampoco con el último. Miró hacia el Pont Neuf, ya era mediodía. Esperó sin esperar realmente, sabía que nadie vendría, mucho menos ella. Aquel sol de invierno entonces se alzó sobre los edificios iluminados más allá de la Tour Eiffel y su blanco espeso se pareció a las alas de aquellos pájaros que miró deslizarse sobre el agua del aire, cuando su madre lo llevó a ver por primera vez el mar.

Pensó rápidamente en todo el tiempo que había pasado en París, el bar donde tal vez perdió el pasaporte, la vecina franco-germana de dos pisos abajo que lo invitaba a su piso cada que lo veía a tomar el té, los amores inventados en Pigalle. Se meció los cabellos intentando hallar una respuesta. Sin desearlo realmente, más por azar que por necesidad, recordó algunos viejos amores que cayeron en su vida por coincidencia o por esmero. Giró su rostro hacia Notre Dame, algunos niños jugaban corriendo tras de sí, sin esquivar pasos, sin huir más que de sus risas y sus juegos. Me estoy haciendo viejo, pensó. No, no era eso. En aquel momento que creía que serían las canas o el recuerdo del mar que sintió por primera vez, no pensó jamás en esa mujer que esperaba sin esperar. Aquella que -irremisiblemente- había vuelto a amar y a desamar, aquella que volvía a él con los soles de invierno.