lunes, octubre 08, 2007

Miauen

Decidí ser poeta el día que se fue mi gato. No estaba debajo de la mesa ni durmiendo bajo la cama, tampoco lo hallé aventurero en la cocina ni encontré su felino rastro en la ventana. Se había ido.


Antes, cuando aún cada árbol era un trono y el césped su reino, un exilio parecido al odio pasó por mi infancia. La protesta, que aún no se sabía palabra, germinó en su forzado silencio.


Después, aquellas azules barcas y sus pescadores, rumores debajo de sus redes, y la dorada mezquita sobre el mar, alejada del desierto y su muda existencia, así hubieron grandes Plazas y catedrales a su vez, cada objeto cifrando su lírica.

Llegaron los mares, los grandes monstruos con sus motores y su pasajera melancolía. Arriba, donde dicen que hay un dios, no hay nada sino un sonido que acaricia la nostalgia. Atrás quedaron las piedras de los puentes, los ríos que se congelaron en invierno.

Decidí ser poeta sólo para rescatarles una mañana en que ya no encontré al felino culpable. Para cuando noté su ausencia, tenía diez años más encima, y los muebles en que solía afinar sus uñas de pronto se parecieron a mi voz cuando echaba de menos, y su rastro en la ventana también se parecía a todos aquellos recuerdos abiertos al final del verano, su hambre en la cocina y su sueño bajo la cama quedaron como todas esas personas que han visto amanecer -sin temor- al otro respirando, sin levantar la guardia, y felinamente derrotado.

1 comentario:

Caiguar dijo...

No hay mejor profesión que la que se sabe porque se hace. si le arañamos la espalda a ese gato a lo mejor maulla algunos versos.
saludines